Cuando presenciar a un virtuoso, ahorra mil consejos
Con cuidado disimulo observo a Pablo, - el mayor de mis dos hijos -, es noche fría de domingo, como suelen serlo en Mayo. Junto a él estoy sentado en una incómoda butaca del Teatro Municipal de Ñuñoa, asistimos al concierto que ofrece el músico norteamericano Stanley Jordan.
Pablo está absorto, cautivado, su rostro aparece iluminado, - no por los focos -, la luminosidad proviene del interior, de sentir una muy notable emoción, esa que se experimenta cuando uno se sabe frente un virtuoso, a un verdadero maestro que expone su arte con portentosa facilidad y sencillez. Es también Jordan, un innovador, un formidable creador que fue capaz de dar vida a una singular y extraordinaria técnica de ejecución de la guitarra. Sobre el escenario, sin más acompañamiento que su guitarra, va pasando mágicamente de una pieza musical a otra, desde melodías latinas como el "Cóndor Pasa", a obras clásicas de Mozart, y también a tradicionales del Jazz o temas inolvidables del rock de los setenta. Un baldón sería clasificarle en algún género musical, Stanley Jordan está sobre aquello, como todo gran maestro.
Hipnotizados, no nos percatamos del tiempo transcurrido. Estamos ahora de pie, aplaudiendo eufóricamente el término de tan extraordinaria presentación.
Decidimos caminar de regreso a casa, conversando, pausadamente, sin prisa, aún cuando la soledad de las calles nos señala que es muy tarde ya. Hablamos con naturalidad acerca de los talentos humanos, o de como habría que cultivar las virtudes personales, también del valor que tiene la sencillez a la hora de demostrar los talentos, y de lo esencial que resulta abordar las empresas personales con pasión y convicción, no abandonando jamás los sueños de vida. Ser y parecer un hombre recto, manteniendo las convicciones personales, aún cuando los súbditos del dios de turno, nos apunten con el dedo, o nos ignoren, por no inclinarnos ante su rey. En algún momento, caigo en la cuenta que es el referente de un virtuoso como Stanley Jordan, el que nos permite a ambos, acceder a dimensiones y espacios de conversación, de insospechada profundidad, y se crea maravilloso puente que nos permite conectarnos, esta vez, no de padre a hijo, sino que de persona a persona. Sin duda alguna, prodigioso momento que jamás olvidaré.
A sus quince años Pablo está comenzando a aprender de la vida, y yo, - su padre - estoy también iniciando el proceso de entender que el niño que no hace mucho cargaba en brazos, está hoy convertido en gran persona, reflexivo, alegre, profundo, mesurado - como siempre quisimos fuera -, también el mejor hermano, algo distante a veces, heredero de cierto sarcasmo ácido, ferviente admirador del humor absurdo, ese mismo que la familia ejercita con asiduidad y deleite.
Algo o alguien, está desde hace mucho, diciéndonos lo difícil que será para los padres, educar a un adolescente, señalando lo precarias que serán las relaciones con todos aquellos hijos e hijas nuestros que están en la antesala del mundo adulto. ¿Y si no fuese tan difícil?. ¿Y si para ello solo bastase dejar - de una vez por todas - de engañar y engañarnos con la creencia de que nosotros los adultos tenemos todo resuelto?. ¿Porqué no bajar de ese imaginario pedestal desde donde observamos a los jóvenes, con esas patéticas ínfulas de sabihondos que creen saber de la vida?. ¡Aprendices de la vida, tal cuál ellos, eso es lo que somos!.
Tal vez es fácil, quizás si solo empezamos a tratarlos un poco más como personas, y les digamos con más frecuencia, lo contentos y satisfechos que estamos de que sean como son. Quizás si ahora escuchamos con más atención cuando nos cuenten sus pesadillas y también sus sueños. Quizás si ahora les alentemos a cumplir esos sueños, en vez de decirles que son solo sueños de juventud. Quizás si ahora compartimos nuestras angustias con ellos, para que comprueben aquello que tanto nos empeñamos en ocultar, que tenemos miedos, - grandes miedos -, al igual que ellos. Que tenemos sueños, - grandes sueños -, tal como ellos.
Llegamos a casa y preparamos un café que después bebimos en la cocina, sabíamos ambos ahora que después de aquel inolvidable concierto, estábamos juntos como nunca, que el contacto que experimentamos esa noche con la virtud de un músico extraordinario, había transformado mágicamente nuestros mundos de padre e hijo para llevarlos a una dimensión de iguales, dimensión que ahora no abandonaríamos jamás.
El concierto terminó con una magistral interpretación de "Escalera al Cielo", ese clásico de Led Zepellin - notable alegoría - la escala, para subir, subir y subir, desde la pesada y terráquea gravedad del mundo adulto, hasta la fresca y limpia atmósfera de la juventud, el sitio en donde habitan nuestros amados hijos.
Jorge Milla
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